domingo, 15 de junio de 2008

Camino a Topolobampo



Debo a ciertos atardeceres la idea que tengo de la inocencia.
Albert Camus, El mito de Sísifo. 

Mayo, 1962

Sentado en una mesa del Parque de la Cruz Blanca, Chihuahua, tarde dominical, sol brillante... Escribo en un cuaderno marmoleado con los bordes tornasolados.

....................Nacimos
.......................a la sombra de los árboles de moras
....................de donde caen
.......................los ruiseñores de la locura

Alguien toca el acordeón, es domingo en el jardín de Seurat.

....................El pez flota
.......................a través de los árboles
....................Devorando las semillas
.......................del sol...

El gentío con el que vine regresó a Las Cruces. Me tomó dos días esperar el tren a Topolobampo. Paseé por la ciudad, sin rumbo fijo. Una tormenta se aproxima, el cielo se nubla, el viento aumenta. Me acuesto de espaldas en medio de otro parque mucho más extenso, cubierto de césped, colmado de sauces, palmeras y fuentes. Las parejas yacen esparcidas en la hierba, como en una pintura puntillista. Carcajadas apagadas. Fragmentos de voces se deslizan. Veo las cimas de las palmeras estremecidas por crujidos que barren el cielo. Incluso las nubes parecen de madera, no se mueven. Los muchachos de bachillerato llegan bromeando y jugando a los dados tras el quiosco. "Imbéciles de corbata caen de los árboles". El fantasma de Malcolm Lowry, furtivo, acecha desde los arbustos portando un letrero:

Le Gusta Este Jardín?
Que Es Suyo.
Evite Que Sus Hijos Lo Destruyan!
...etcétera

En la noche de carbón, por fin el tren negro marcha, en silencio. Llega al este cruzando la Sierra Madre, cuesta arriba, a través de negras soledades. Al apagar la luz, veo verdes vacíos. Au pays du Tarahumara, ese salvaje paisaje narcótico que Artaud aferró. Pero aún no estoy con él, estoy con Camus quien también se precipitó en lo desconocido, todo sobre esa cama alta... En esta alta litera del ser, hay un ligero movimiento carente de ruido como el del universo, avanzamos únicamente en la oscuridad, no tenemos ventanas hacia el paisaje del mescal, como un bunker flotando en el espacio. En una noche como ésta sobre la tierra, EL SILENCIO IRRACIONAL DEL MUNDO RETORNA, la noche es una primitiva esfinge asiática con la lengua atada y nunca hablará. ¡Aquí no hay respuestas! LA PRIMITIVA HOSTILIDAD DEL MUNDO QUE SE YERGUE PARA ENCARARNOS A TRAVÉS DE LOS MILENIOS. Del principio al final. Desde entonces soñamos, bajo nuestros cráneos ciegos, envueltos en nuestra propia piel. Ya es una vieja historia.

Suplicamos
QUIETUD
En Beneficio de los que ya
Descansan

Estoy en deuda con el joven dramaturgo aleman Gunter Eich, que ya en un radiodrama utilizaba la imagen del vagón de tren cerrado (recorriendo cada vez más y más aprisa la noche); en plena posguerra alemana una pareja de ancianos y un par de muchachos están encerrados en un vagón de ferrocarril, arrojados hacia un destino desconocido, a través de un paisaje que los jóvenes nunca han visto y que para los mayores es imposible describir... EL MUNDO LLEGA A DETENERSE, PERO LAS LUCES AÚN NO ENCIENDEN. Nuestra conciencia es el proyector, el instante de atención, el cual se enfoca en imágenes sucesivas y cada una es una verdad aunque no sea discernible la Verdad como un todo. La conciencia es apenas el acto de atención; no comprende nada de sí misma. NO HAY ESCENARIO, SINO UNA ILUSTRACIÓN SUCESIVA Y COHERENTE.

A mi proyector lo devora la oscuridad. Si mi mente es lo suficientemente fuerte, quisiera compararla con el faro ciclópeo montado en los vagones, horadando el cielo para llegar lejos pero no más allá, sin importar lo poderosa que sea. Afortunadamente no poseo tal mente. Yo tengo apenas un faro medio inservible que debe usar todo tipo de improvisaciones para seguir funcionando. Y ya no tengo ningún Dos vivo por descubrir excepto la conciencia misma. Esa conciencia es una improvisación, una droga o un sueño. Así que, al transitar por el país de piedra de los tarahumaras, continuamente improvisamos nuestra existencia, generando nuestras vidas en plena marcha, improvisamos nuestro presente, nuestro futuro, engendramos nuestro propio Topolobampo.

Topolobampo es en sí un vetusto puerto pesquero alojado en el Pacífico, una de esas andrajosas orillas de la civilización nativa, medio en ruinas, la bahía luce como un bolsillo perdido en la tela del poncho, enclaustrado entre islas estériles y salientes solitarias de la bahía de Topolobampo. El camino desde los Mochis (una mancha sobre una tierra plana como tortilla) termina abruptamente en la falda de una colina sin árboles, un accidentado camino pedregoso pasa por delante y rodea al puerto principal al pie del centro de la ciudad que ocupa todo el lado de la colina y casi toca el mar. Dos, quizá tres barcos oxidados de cabotaje están atados al muelle, como cucarachas desamparadas. 

Jovencitos harapientos de todos los tamaños gritan, corren, saltan y nadan fuera del desembarcadero y al lado del sotavento de las cucarachas varadas, revolviendo con fuertes chasquidos el agua fangosa a seis metros de profundidad, los cuerpos se deslizan agitando brazos y piernas como si fuera un naufragio, los gritos desvaídos reverberan.

En lo alto del mismo pueblo, llaman la atención las barracas y casas descortinadas, sin vidrios, todas abiertas, como alguna ladera italiana, con su diminuta plaza no más grande que una iglesia de piedra, la gente descalza se rasca las chinches, está sentada en destartaladas terrazas o en los bares desnudos de puertas giratorias que cuelgan de la ladera. La cantina es un tugurio repleto de bebés, niños de todas las edades, muchachas (casi mujeres) que visten blusas rasgadas de algodón, riendo y murmurando entre ellas, algunas prostitutas surgen de las chozas de adobe y viejos pescadores se sientan calladamente junto a las abuelas envueltas en chales como la muerte segadora. Ocaso, es 1962. Para 1972 el lugar seguramente estará completamente transformado, con hotel gringos en el puerto, cafés de estuco, guías de turistas, tarjetas postales y dólares pluribus. El ferrocarril recién inaugurado en Chihuahua lo atestiguara.

Existe un pueblo indio de pescadores enclavado en una isleta de la bahía que también está siendo considerado...


El camino a Topolobampo recorre diez millas al sur suroeste en línea recta desde Los Mochis . Hay un camión que circula cada media hora o cuando al chofer se le pega la gana. Lo abordo poco antes del amanecer. Está atiborrado: dos o tres hombres jóvenes de grandes sombreros, un par de viejas brujas con pañoletas en la cabeza, bastantes señoras con sus niños y niñas, bebés en brazos, canastos, jaulas de mimbre para pájaros, bolsas para el mandado, un vetusto fonógrafo y un micrófono de pedestal, lo carga uno de los hombres de sombrero. El camión arranca, atascado en su interior por cuatro hileras de asientos con resortes. El chofer al volante, un joven vago de típico mini bigote sexy latino, tan pronto abandona las asquerosas calles y el pesado polvo de Los Mochis enfila hacia la carretera asfaltada de un sólo tramo hacia Topolobampo, enciende la radio donde resuena música de mariachi y relaja su cuerpo, Está mancarron, es un hombre de una sola mano, pero todavía es capaz de mover al frente su brazo con grandes gesticulaciones e insultos cada vez que un animal cruza por la carretera. Sobre el parabrisas hay un flequillo de encajes colgando para proteger los ojos del sol, hay una caja de hierro con una virgen de plástico en un pequeño altar metálico clavado en la parte superior del tablero, así que sentado desde los asientos de atrás, se observa la carretera y el horizonte a través de los objetos religiosos. Después, más de una punta se asoma desde el llano, pero después de diez millas la punta se yergue al final del camino, en el punto más lejano de la perspectiva sin fin. Y mirando atrás, se observa levantarse tras Los Mochis otra forma cónica similar. Entre esos extraños conos corre una estrecha carretera recta donde se pone el sol, rojo y amarillento, irradiándose. Pareciera como si el camión avanzara difícilmente sobre esa prolongada perspectiva, aún cuando transita firmemente a ritmo del aullido de la radio robot sintonizada en una de esas enloquecidas estaciones mexicanas que emite una hilarante mezcla de anuncios dramáticos de zapatos, jazz americano interpretado por violines y cornetas, campanas de iglesia que interrumpen la programación para dar anuncios especiales, locutores sensuales que se escuchan como si estuvieran seduciendo una ama de casa al mismo tiempo que informaran de un incendio en la estación, todo mezclado con mariachis (que deben mantenerse a toda hora en la estación para ser arrojados como tropas de asalto ante la más ligera irrupción del silencio).

O quizá todo sea una grabación de la vida, tocada una y otra vez, todo el viaje sería como un pequeño disco bizarro o una película exhibida una y otra vez, alguna clase de sueño comatoso en que el filme se difumina y resbala y el camión rueda por siempre y para siempre hacia el sol poliente de la perspectiva que se estrecha infinitamente, como si no avanzara, todos están extrañamente silenciosos, juntos escuchan distraídamente o absortos los demenciales desahogos de la radio sintonizando al mundo, excavando el lánguido paisaje marchito de árboles, chozas, campesinos asomados en las ventanas (con miradas de vaca), burros, perros, la tierra yerma, el mar donde nadan los celacantos...

Es la INOCENCIA, es la aparente INOCENCIA que se presenta a sí misma incesantemente, cuando ves a los pasajeros del camión tomar gravemente lo que el locutor les arroja (el locutor sabe a quien se dirige, de hecho puede verlos a todos en cada callejón de los pueblos polvorientos de México). Les habla en persona, y ellos escuchan, ríen, sonríen, miran boquiabiertos en las ventanillas, miran fijamente a través de la Virgen mientras la radio estalla con un rock-and-roll interpretado por trompetas prestadas de las casas de empeño en la Ciudad de México (monte de piedads por lo que les resta de vida). Y el Gestalt completamente absurdo del camión es impulsado como un símbolo total del hospedaje de caravanas, rodando en el espacio con todas las antiguas vestimentas, artilugios y supersticiones, hambre y belleza aglutinada (los ojos oscuros de una joven en la carretera) arrastrando una masa de estúpidos micrófonos, fonógrafos y vírgenes de plástico.

Todos los que están aquí sentados hurgan en el decreciente crepúsculo. La inocencia persiste, insanamente intransitable, pese a todo. El camino no concluye. Es como si la radio no tocara en absoluto. Hay quietud en el aire, en la luz crepuscular, en los ojos clavados al frente, en el sereno final de la vida, una intolerable dulzura...